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Los veranos nunca regresan, se recuerdan.


PRIMERA PARTE





Suelen comenzar como una hoguera que se consume con pasión hasta convertirse en cenizas.

Este verano lo recordaré como recuerdo cada año esas noches estrelladas rodeadas de perseidas.

Comenzó diferente a cualquier otro, a finales de julio. Necesitaba liberar la tensión de esas últimas semanas de trabajo. Eran días de prisas, papeleos, correciones de exámenes, reclamaciones, reuniones, tutorías individualizadas, claustros de profesores, fotocopias... En fin, ¡qué más puedo contar!

En mi primera etapa de vacaciones me rodeé con mis amigos de infancia, con mi inseparable compañera Pilar y mi último retoño Samuel.

Destino: Norte de España, donde las temperaturas suavizan las noches y el descanso, después del a¡etreo diario, se agradece.

La Rioja alavesa es sinónimo de vino y qué mejor razón que Haro para iniciar nuestro recorrido. Caminando entre viñedos imaginas cuál será la suerte de esos racimos de color rojizo suspendidos entre pámpanos. ¿Qué sería de estas tierras sin sus aromas? La infinitas bodegas que surcan sus geografía te dejan sin aliento.



Tampoco faltaron los paseos entre charlas amistosas que se perdían tras cada pisada, sin más compañía que el cariño y el placer de caminar junto a aquellos que queremos. La curiosidad impregnaba cada rincón y sobre los empedrados de las villas el silencio nos traspasaba el alma.



Indispensable se hacía conocer su historia, cultura y patrimonio. Museos, parajes salvajes donde el canto del río era el único eco que llegaba hasta nuestros oídos, traineras surcando Rías respirando libertad, tránsitos y claustros de monasterios donde los monjes dejaron su huella escrita en esa lengua romance que más tarde se llamaría castellano...






Después de tantas historias contadas y por contar era necesario saciar el paladar. Imposible pasar desapercibida ante la mirada del visitante su gastronomía. Recorriendo restaurantes y terrazas abarrotadas de comensales descubres la grandeza de esas gentes que nos deleitan con sus manjares y sabores. ¡Qué bien se come en estas tierras!

Recuerdo ahora, mientras escribo estas líneas, esos champiñones, tan típicos del lugar, con su picadillo recién salidos de la plancha; o esa carne a la brasa poco hecha que me trasportaba con su olor a otra dimensión mientras la degustaba más tarde en el interior de mi boca.

¡Para qué hablar de tanto detalle si ya no estoy allí!










SEGUNDA PARTE




Pero el verano no terminó aquí, continuó. Necesitaba tiempo de paz tras esta vertiginosa semana. Era consciente que dos meses a ese ritmo sería la crónica de una muerte anunciada como narraba Gabriel García Márquez en una de sus obras.

No quedaba otra alternativa que regresar a la tierra que me vio nacer. Sus paisajes, patrimonio y gastronomía no desmerece para nada a lo visto unos días antes.

Destino: Carboneras de Guadazaón, no la Carboneras de Almería, simplemente porque esta última, desgraciadamente, no tiene río y el mío sí.

Por unos días dejaría el trasiego del coche, los kilómetros recorridos, las grandes ciudades de Vitoria y Bilbao y el ajetreo de las gentes.

Unas semanas de música, descanso, conversaciones entre amigos, familiares y vecinos eran clave para afrontar la siguiente incursión por tierras andaluzas.




















TERCERA PARTE



Demasiada quietud durante los veinte días que reposé en mi pueblo. Mi corazón solicitaba un cambio de aire. En el punto de mira estaba Cómpeta, un pequeño pueblo en la provincia de Málaga. Era un destino distinto a los dos anteriores. Nada que ver la costa con el interior.


Antes de arribar a esa bella población, mi amiga Xelito me invitó a pasar un día en su apartamento de Vera. Allí coincidí con otros amigos de Valencia: Juan Carlos y Vanesa. El encuento fue genial. Hacía dos meses que no nos veíamos desde que dejamos el instituto y el abrazo se prolongó.







El tiempo compartido fue breve pero la intensidad con que que lo vivimos mereció la pena. La nostalgia por dejar en Vera a mis amigos me inundó.

Pero el viaje continuaba y Pilar y yo estábamos dispuestos a compartir una semana como una luna de miel.

Antes de llegar al apartamento mi amigo Juan Carlos y Xelito nos aconsejaron hacer una parada en la Las Negras. No podíamos perdernos la cala de San Pedro por su belleza y por sus aguas color esmeralda. La verdad es que el lugar era de una belleza suprema y el trayecto desde la playa en zodiac hasta la cala mereció la pena.







Desde Vera el viaje no se hizo largo. El pueblo de Cómpeta, precioso. Inconveniente: no he visto tantos guiris en un lugar tan retirado de la costa, en plena sierra de Almijara. El color blanco de sus casas formando callejones estrechos donde la luz no penertraba recordaba el pasado nazarí del califato donde mercaderes y comerciantes se mezclaban con el gentío.
















Al día siguiente la visita a Malága era imprescindible. Después de aparcar el coche la tentación estaba allí: el Pimpi nos reclamaba para tomarnos unos vinos de la sierra malagueña y una tortitas de camarón.















Con la sensación de tener el estómago lleno recorrimos las salas del museo Picasso tan bella su estructura como las obras expuestas en su interior.











Se hacía tarde: las tres y el sol caía en picado sobre nuestras cabezas. Qué mejor a esas horas sino ir a la playa de Pedregalejo a tomarnos unos espetos con un verdejo malagueño como dios manda. La experiencia fue increible y la atención recibida en el Merlo un diez.






Tras la comida nuestros cuerpos descansaron sobre la arena fina de la playa en El Rincón de la Victoria. El agua fresca de las aguas del Mediterráneo nos espabiló y con el placer de haber saboreado un día maravilloso regresamos a Cómpeta.


A la mañana siguiente después de desayunar realizamos unas rutas de senderismo por las montañas de La Axarquía: la de Los molinos y el Saltillo. Nada que destacar por culpa del sofocante calor que se adhería sobre nuestra piel. Sin embargo, las vistas fueron espectaculares.





Si queréis conocer uno de los pueblos más bonitos de España no dejéis de visitar Frigiliana.

Además coincidimos con sus fiestas mayores: la de las tres culturas.

El color blanco se fundía con el verde de las macetas que adornaban cada recodo. Las calles estaban engalonadas de estandartes y banderas que recordaban la convivencia de judíos, cristianos y musulmanes durante cientos de años.






Poco quedaba ya de nuestra aventura por Málaga y la visita a Nerja no quedó en el olvido. Nos esperaba Chanquete. Desde el balcón de Europa pudimos contemplar sus extensas playas repletas de calas escondidas donde los bañistas sofocaban el calor bajo sus agua.












Nosotros para tal menester decidimos ir a Cala Maro, una de las calas más bonitas de la Costa del sol.



Alquilamos una kayak para recorrer sus acantilados y disfrutar de la tranquilidad de las olas.

Y aquí se terminó el verano, con un pie hinchado por las púas de un erizo marino y el recuerdo de esas puestas de sol difíles de olvidar.



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