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De Ámsterdam a Den Haag

Del Rijksmuseum al Mauritshuis






Uno de los viajes más entrañables que recuerdo fue mi visita a Holanda. Un país sin apenas contrastes: extensas llanuras tejidas de canales entrelazados formaban cuadrículas infinitas.

Desde el avíón, la vista era espectacular: a la izquierda, el Mar del Norte con cientos de molinos eólicos decorando las crestas de sus olas, a la derecha, verdes praderas parecían ahogarse entre las aguas de las acequias.

Amsterdam cambió mi forma de concebir el bullicio de una gran ciudad. Gentes de todo tipo deambulaban por sus calles desgastadas con el paso de los años, las palabras se mezclaban con el aroma a marihuana y el sonido de los timbres de bicicletas se perdían entre puentes repletos de flores y canales con barcazas flotantes en sus orillas . Era una ciudad cosmopolita, avanzada, libre.

En este país de tulipanes descubrí tres grandes pintores holandeses: Rembrandt Harmenszoon van Rijn, más conocido como Rembrand, Johannes Vermeer van Delft y Carel Fabritius. Mi admiración a ellos no acabó con ese viaje, perdura con el paso de los años.

La visita obligada al Rijksmuseum, una mañana cualquiera, no presagiaba sorpresa alguna.

Sin embargo, paseando entre sus salas, apareció una obra que por sus dimensiones, composición y luminosidad me cautivó de tal manera que hacía imposible continuar el itinerario que marcaba el plano del museo. Sentado en un banco de madera barnizada, miré cada elemento del cuadro. La compañía militar del capitán Frans Banninck Cocq y el teniente Willem van Ruytenburgh , más conocida como La ronda de noche superaba en realismo a todas las obras vistas hasta ese instante: sus personajes estaban llenos de vida y movimiento.


La luz resbalaba por todos los elementos del cuadro, sobre todo por los objetos metálicos de las vestimentas de la guardia. El pintor había creado, con este efecto, una atmósfera hipnotizante en el espectador.

Desde entonces no dejo de recordar ese momento, esa conexión que se creó entre la obra y yo.



Rembrandt, sin duda, había creado una obra maestra.




Tres días más tarde me trasladé a La Haya en coche. Imposible imaginar que el nombre

de Den Haag, que aparecían en los paneles informativos de la carretera, era la misma ciudad a la que me dirigía. Comprendí, en ese momento, las dificultades que tenemos los latinos para asimilar la lengua de Guillermo de Orange.

Deseaba contemplar una de las obras más importantes de Johannes Vermeer: La joven de la perla, la Mona Lisa holandesa.

Si tuviese que caracterizar a este maestro con una singularidad que lo haga distinto a los demás no sería otra que la ser el pintor de la intimidad, el pintor de la vida cotidiana. Los temas de sus creaciones son recurrentes: interiores con pocos personajes rodeados de objetos sin valor aparente. Pero lo más estremecedor de Vermeer es cómo utiliza la luz en sus composiciones. Las suaves líneas de sus trazos que contornean las figuras adquieren cierto relieve y volumen con la claridad que traspasa los ventanales situados, generalmente, en la parte izquierda de sus obras (La lechera, La tasadora de perlas, Muchacha leyendo una carta, El astrónomo, Mujer con una jarra de agua, Dama bebiendo con un caballero, El concierto, La lección de música, La muchacha del collar de perlas, Militar y muchacha riendo, Dama en amarillo escribiendo...)



JOHANNES VERMEER (Personaje del cuadro La alcahueta. Posiblemente el único autorretrato del pintor)





Había leído que, casi con toda certeza, la joven del cuadro era una de las sirvientas que se alojaban en su casa. Dicho de otro modo, no era una muchacha de renombre que había encargado el retrato para ser colgado en una de las paredes de una rica mansión. Posiblemente lo pintó por el puro placer de crear una obra de arte y de esa forma darse a conocer entre los adinerados de la zona.

La vi esperándome en el interior del Mauritshuis, con la cara girada y la boca semiabierta. Sus ojos inocentes destacaban sobre la pálida piel de su rostro y una suave y delicada perla brillaba en la oscuridad del lienzo. Quedé inmóvil, no podía alejarme de ella y continuar mi recorrido. El turbante azul enmarcaba un rostro sedoso, como de porcelana, y su mirada me atrapaba en un diálogo casi místico. Mis pensamientos flotaban en ese espacio mágico sin ser consciente de todas las personas que había a mi alrededor observando la obra.

Pero yo sabía que era a mí a quien miraba, a quien durante mucho tiempo había estado esperando, a quien hablaba .



Después de contemplar el cuadro de Vermeer, mis pasos recorrían las salas del Mauritshuis como un autómata, sin rumbo fijo.

Pero en una pequeña estancia del museo, me esperaba otra grata sorpresa. Un cuadro de pequeñas dimensiones (34cm/23cm) y una belleza espectacular reposaba sobre un panel gris: Het puttertje, Carel Fabritius, generalmente conocido como El jilguero.

La perfección de sus pinceladas me invitaban a acariciar su plumaje y liberarlo de la cadenilla que tenía en una de sus patas.

¡Qué variedad cromática en un cuerpo tan diminuto! Me quedé perplejo contemplándolo porque esta especie de ave es muy común en la zona donde vivo. Me encontraba, en ese instante, entre dos puntos alejados entre sí, pero cercanos en emociones.

Una intensa pintura amarilla sobre el ala negra atraía mi atención. Mi mirada recorría al diminuto animal mientras imaginaba al pintor mezclando colores hasta conseguir su objetivo. ¡Qué suerte la mía encontrar por azar este cuadro!






Pocos meses después de haberlo pintado, el pintor murió en una explosión de un almacén de pólvora en la ciudad de Delf. Desapareció su estudio y por consiguiente gran parte de su obra. Sólo tenía 32 años y sus pinceles quedaron huérfanos de uno de los pintores más importantes de la época.




Carel Fabritius


Hay una persona en toda esta historia muy especial con la que deseo compartir esta entrada: Estela Palmí. Una mujer genial, trabajadora, responsable, cariñosa, comprensiva, afectiva, bondadosa, atenta, alegre, cariñosa, paciente... y además una gran pintora.

Un 7 de enero de 2020 se acercó al Departamento de Lengua Castellana en el Instituto donde trabajo y extrajo de su bolso mi regalo de cumpleaños. Al verlo me quedé sorprendido, sin palabras. Rememoré por un instante ese viaje a La Haya, ese momento mágico en el que contemplé por primera vez el cuadro de El jilguero de Carel Fabritius. Estela había creado e imaginado dos espacios diferentes, dos instantes que se complementaban en un mismo cuadro: en un primer plano me encontraba yo, con mi flamante camisa de piñas que tanto le gusta, y al fondo, uno de mis cuadros preferidos. Lo había pintado con la misma perfección que el maestro holandés lo hizo en Delf.

Gracias de corazón, Estela, por tu generosidad, afecto y amistad.




Estela Palmí, 2020 Valencia








































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2 Comments


juliandespaigne
juliandespaigne
Feb 23, 2022

Vaya vaya, Don Emilio. Con cada reseña te superas, ahora mezclas el lirismo con la fuerza de las imágenes creadas por artistas de pinceles y lienzos. Enhorabuena, tal parece que continúas hipnotizado por tanta carga emocional en tierra de Los Países Bajos y también por la fuerza pictórica y el dramatismo de tu amiga la artista valenciana.

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Emilio Martinez Martinez
Emilio Martinez Martinez
Feb 23, 2022
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Gracias Julián por tus palabras. Cuando se escribe con el corazón es fácil expresar lo que uno lleva dentro.

Un abrazo, amigo

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